Hacía pocos años que había terminado la guerra de España y la cruz y la espada reinaban sobre las ruinas de la República. Uno de los vencidos, un obrero anarquista, recién salido de la cárcel, buscaba trabajo. En vano revolvía cielo y tierra. No había trabajo para un rojo. Todos le ponían mala cara, se encogían de hombros o le daban la espalda. Con nadie se entendía, nadie lo escuchaba. El vino era el único amigo que le quedaba. Por las noches, ante los platos vacíos, soportaba sin decir nada los reproches de su esposa beata, mujer de misa diaria, mientras el hijo, un niño pequeño, le recitaba el catecismo.
Mucho tiempo después, Josep Verdura, el hijo de aquel obrero maldito, me lo contó. Me lo contó en Barcelona, cuando yo llegué al exilio. Me lo contó: él era un niño desesperado que quería salvar a su padre de la condenación eterna y el muy ateo, el muy tozudo, no entendía a razones.
– Pero papá – dijo Josep, llorando -. Si Dios no existe, ¿quién hizo el mundo?
– Tonto – dijo el obrero, cabizbajo, casi en secreto -. Tonto. Al mundo lo hicimos nosotros, los albañiles. (Eduardo Galeano, El libro de loz abrazos, 1989)
Mucho tiempo después, Josep Verdura, el hijo de aquel obrero maldito, me lo contó. Me lo contó en Barcelona, cuando yo llegué al exilio. Me lo contó: él era un niño desesperado que quería salvar a su padre de la condenación eterna y el muy ateo, el muy tozudo, no entendía a razones.
– Pero papá – dijo Josep, llorando -. Si Dios no existe, ¿quién hizo el mundo?
– Tonto – dijo el obrero, cabizbajo, casi en secreto -. Tonto. Al mundo lo hicimos nosotros, los albañiles. (Eduardo Galeano, El libro de loz abrazos, 1989)
Erano passati pochi anni dalla fine della guerra di Spagna, e la croce e la spada regnavano sopra le rovine della Repubblica. Uno dei vinti, un operaio anarchico appena uscito dal carcere, cercava lavoro. Ma invano metteva sottosopra cielo e terra. Non c’era lavoro per i rossi. Tutti lo guardavano di brutto, si stringevano nelle spalle o si voltavano dall’altra parte. Nessuno lo capiva, nessuno lo ascoltava. L’unico amico che gli restava era il vino. La sera, davanti al piatto vuoto, sopportava senza dire nulla i rimproveri della moglie bigotta, donna di una messa al giorno, mentre il figlio, un bambino, gli recitava il catechismo.
Molto tempo dopo, Josep Verdura, il figlio di quell’operaio maledetto, me lo raccontò. Me lo raccontò a Barcellona, quando arrivai in esilio. Me lo raccontò: lui era un bimbo disperato che voleva salvare il padre dalla dannazione eterna, e quell’ateo, quel cocciuto, non sentiva ragioni.
– Ma babbo – gli disse Josep piangendo. – Se Dio non esiste, chi ha creato il mondo?
– Stupido – rispose l’operaio a testa bassa, come chi confida un segreto. – Stupido. Il mondo lo abbiamo fatto noi, i muratori.
Molto tempo dopo, Josep Verdura, il figlio di quell’operaio maledetto, me lo raccontò. Me lo raccontò a Barcellona, quando arrivai in esilio. Me lo raccontò: lui era un bimbo disperato che voleva salvare il padre dalla dannazione eterna, e quell’ateo, quel cocciuto, non sentiva ragioni.
– Ma babbo – gli disse Josep piangendo. – Se Dio non esiste, chi ha creato il mondo?
– Stupido – rispose l’operaio a testa bassa, come chi confida un segreto. – Stupido. Il mondo lo abbiamo fatto noi, i muratori.