Das Kapital

OVERBOOKING. Los labios de la señorita que me atiende tras el mostrador de Swiss Air acaban de pronunciar la temida palabra. Para una vez que llego al aeropuerto con bastante antelación, resulta que el avión ya está lleno. La empleada, muy amable, se disculpa (Désolée, monsieur), me entrega una tarjeta de embarque sin asiento asignado y me pide que me dirija a la puerta A-8, donde sus compañeros tratarán de arreglar el problema. Sé que debo confiar en la eficacia helvética, pero, dado mi natural pesimismo, algo en mi interior me advierte de que el día ya no puede depararme nada bueno.
Aparto de mi mente tales pensamientos y me dirijo, siguiendo las instrucciones de la amable empleada, a la puerta A-8. Paso sin dificultades los diversos controles, me acerco al mostrador de la compañía, y tras explicar mi problema a las dos personas que me atienden, éstas me piden que me siente y espere. Al parecer, no soy el único con dicho problema. Una pareja me observa y sonríe como diciéndome Sí, a nosotros nos ha pasado lo mismo. Abro el macuto, saco un libro y me sumerjo en su lectura para entretener la espera.
Al cabo de un rato que se me hace eterno, uno de los empleados de Swiss Air que antes me han atendido se me acerca y me entrega una tarjeta de embarque. Pero al revisar el billete, recibo la segunda sorpresa del día, pues me han asignado un asiento de primera clase. Como tiene que tratarse sin duda de un error, voy raudo a comunicárselo a los empleados de Swiss Air, quienes, sin abandonar su amabilidad, aunque con cierto retintín de condescendencia, me dicen que no me preocupe, que no es ninguna confusión, sino que es algo usual recolocar a un pasajero de segunda clase (dicho así suena fatal) en primera.
Al entrar en el avión no puedo reprimir un escalofrío. Un mundo nuevo (sí, lo confieso, es mi primera vez) se abre ante mí. Nervioso como un niño en la noche de reyes, me dirijo a la plaza que me han asignado: allí me espera un enorme asiento de cuero gris donde me arrellano con un leve gruñido de placer. Compruebo, casi con lágrimas en los ojos, que puedo estirar las piernas con toda comodidad.
Antes del despegue, una azafata reparte con una amplia sonrisa periódicos, chocolatinas y agua (su acostumbrado uniforme azul me parece más sobrio y elegante que nunca). Entonces, un decepcionante pensamiento aflora enseguida en mi mente: ahora seguro que me dice que a mí no me dan nada de eso porque no he pagado el billete correspondiente. Me equivoco (otra vez), y recibo, agradecido, los mismos presentes que el resto de mis compañeros. Tras comerme la chocolatina, abro el recipiente del agua. Resulta deliciosa. Agua de primera, me digo, haciendo un chiste fácil.
El avión despega cómoda, limpiamente. En pocos minutos, se estabiliza y la amable azafata de antes empieza a servir la cena. Más sorpresas: la trucha está exquisita, el vino es un Mosela estupendo (250 cc.), el postre de chocolate es sublime (la azafata, al verme disfrutar, me trae otro plato, guiñándome un ojo), incluso el café resulta excelente… Y todo acompañado con inesperados cubiertos de metal (busco, disimuladamente, caras semíticas a mi alrededor, pues les están entregando el avión en bandeja; pero mis miedos son infundados).
Me levanto y voy al baño. Antes de regresar a mi plaza, siento la irreprimible tentación de mirar al otro lado de la cortina que la azafata, como es habitual, ha corrido tras el despegue para aislar la zona de primera clase (un acto que en mis anteriores vuelos siempre he sentido, desde mi asiento de segunda, como un insulto). Pero mi curiosidad no está motivada porque ahora me considere –circunstancialmente- superior a los viajeros de esa parte del avión, sino por una cuestión de perspectiva. En otras palabras, para experimentar qué se ve desde el otro lado de esa frontera de tela, ligera pero infranqueable.
Aparto un poco la cortina y me asomo. El panorama que aparece ante mis ojos es sobrecogedor: los viajeros se agitan salvajemente agarrados a los apoyabrazos de los asientos, algunos rezan, otros gritan, los miembros de la tripulación, sentados al final del avión, no pueden reprimir su pánico… Las fuertes sacudidas abren algunos de los compartimientos y caen maletas, objetos, prendas de ropa, sobre los aterrorizados viajeros.
Pero yo no noto nada. Miro detrás de mí y compruebo que en la zona de primera clase todo está tan tranquilo como al principio: mis compañeros han acabado de cenar y unos se han puesto a leer, otros charlan pausadamente, algunos incluso dormitan, mientras la azafata sirve café acompañada de su plácida sonrisa.
Vuelvo a asomarme al otro lado de la cortina y contemplo la misma escena espeluznante. Los viajeros siguen gritando, muchos lloran histéricos, una mujer abraza desesperadamente a su bebé. Las turbulencias son tan violentas que temo que el avión no pueda superarlas.
Asustado, estoy a punto de decirle algo al tipo que tengo sentado más cerca cuando noto una leve presión en el brazo izquierdo. Es nuestra azafata. Como si yo fuera un niño pequeño que ha hecho una travesura, me hace un simpático mohín de reproche, coge mi mano y, tras cerrar delicadamente la cortina, me acompaña hasta mi asiento.
Antes de sentarme le pregunto si puede traerme un whisky. Sin decir una palabra, toma una botella del carrito metálico, sirve una generosa cantidad de escocés y me entrega el vaso con una enorme, deliciosa y sedante sonrisa.
Arrellanado en mi asiento de suave cuero gris, me dejo embriagar por el sabor de la malta y finjo que pienso en la revolución.
(David Roas, Distorsiones, 2010)
OVERBOOKING. Le labbra della signorina che dietro il banco di Swiss Air si occupa di me hanno appena pronunciato la temuta parola. Per una volta che arrivo all’aeroporto con sufficiente anticipo, succede che l’aereo è già pieno. L’impiegata, molto gentile, si scusa (Désolée, Monsieur), mi consegna una carta d’imbarco senza posto assegnato e mi chiede di andare alla gate A-8 dove i suoi colleghi cercheranno di risolvere il problema. So che devo aver fiducia nella efficienza elvetica ma, dato il mio naturale pessimismo, qualcosa dentro di me mi avverte che la giornata non può più offrirmi niente di buono.
Allontano dalla mia mente questi pensieri e mi dirigo, seguendo le istruzioni della gentile impiegata, alla gate A-8. Passo senza difficoltà i diversi controlli, mi avvicino al banco della compagnia, e dopo aver spiegato il mio problema alle due persone che si occupano di me, queste mi chiedono di sedere ed aspettare. Apparentemente non sono l’unico con questo problema. Una coppia mi guarda e sorride come a dirmi Si, a noi è successa la stessa cosa. Apro lo zainetto, tiro fuori un libro e mi immergo nella lettura per occupare l’attesa.
Dopo un periodo di tempo che mi pare eterno, uno degli impiegati di Swiss Air che prima si era occupato di me si avvicina e mi consegna una carta di imbarco. Ma controllando il biglietto ho la seconda sorpresa della giornata: mi hanno assegnato un posto di prima classe. Poiché si deve sicuramente trattare di un errore, vado velocemente a comunicarlo agli impiegati di Swiss Air i quali, senza abbandonare la loro gentilezza, anche se con un certo tono di condiscendenza, mi dicono di non preoccuparmi, che non c’è confusione alcuna, ma che è normale ricollocare un passeggero di seconda classe (detto così sembra una cosa tragica) in prima classe.
Quando entro nell’aereo non posso reprimere un brivido. Un mondo nuovo (sì, lo confesso, è la mia prima volta) si apre di fronte a me. Nervoso come un bambino la notte dell’Epifania, mi dirigo al posto che mi hanno assegnato: lì mi attende un enorme sedile di cuoio grigio dove mi sdraio con un leggero grugnito di piacere. Verifico, quasi con le lacrime agli occhi, che posso allungare le gambe con tutta comodità.
Prima del decollo, una hostess distribuisce con un ampio sorriso periodici, cioccolatini e acqua (la sua solita uniforme azzurra mi pare più sobria ed elegante che mai). Un pensiero frustrante affiora subito alla mia mente: ora sicuramente mi dice che a me non danno niente di tutto ciò perché non ho pagato il biglietto corrispondente. Mi sbaglio (un’altra volta) e ricevo riconoscente gli stessi regali che ricevono tutti gli altri miei compagni. Dopo aver mangiato i cioccolatini, apro il contenitore dell’acqua. E’ deliziosa. Acqua di prima, mi dico, facendo una facile battuta.
L’aereo decolla con facilità e precisione. Nel giro di pochi minuti si stabilizza e la gentile hostess di prima comincia a servire la cena. Altra sorpresa. La trota è squisita, il vino è un Mosella stupendo (250 cm³), il dolce di cioccolato è sublime (la hostess, vedendo che l’apprezzo, me ne porta un altro piatto strizzandomi l’occhio), persino il caffè è eccellente… E tutto accompagnato da inaspettate posate di metallo (cerco, di nascosto, volti semitici intorno a me, poiché gli stanno consegnando l’aereo su un piatto d’argento; ma le mie paure sono infondate).
Mi alzo e vado in bagno. Prima di tornare al mio posto, sento l’irreprimibile tentazione di guardare dall’altro lato della tenda che la hostess, come d’abitudine, ha tirato dopo il decollo per isolare la zona di prima classe (un’azione che nei miei voli precedenti ho sempre sentito, dal mio posto di seconda, come un insulto). Ma la mia curiosità non è motivata dal fatto che ora mi consideri – date le circostanze – superiore ai passeggeri di quella parte dell’aereo, ma piuttosto per una questione di prospettiva. In altre parole, allo scopo di sperimentare ciò che si vede dall’altro lato di questa frontiera di stoffa, leggera ma invalicabile.
Scosto un poco la tenda e mi affaccio. Il panorama che appare davanti ai miei occhi è spaventoso: i viaggiatori si agitano selvaggiamente afferrandosi ai braccioli dei sedili, alcuni pregano, altri gridano, i membri dell’equipaggio, seduti al fondo dell’aereo, non possono esprimere il loro panico… Le forti scosse aprono alcuni degli scomparti e cadono valigie, oggetti, indumenti, sopra i viaggiatori terrorizzati.
Ma io non noto nulla. Guardo dietro di me e verifico che nella zona della prima classe tutto è tranquillo come prima: i miei compagni hanno finito di cenare e alcuni si sono messi a leggere, altri chiacchierano tranquillamente, alcuni perfino dormicchiano, mentre la hostess serve il caffè accompagnata dal suo placido sorriso.
Mi riaffaccio all’altro lato della tenda e contemplo la stessa scena raccapricciante. I viaggiatori continuano a gridare, molti piangono isterici, una donna abbraccia disperata il suo bambino. Le turbolenze sono così violente che temo che l’aereo non riesca a superarle.
Spaventato, sono sul punto di dire qualcosa al tipo che mi è seduto più vicino quando noto un leggera pressione sul braccio sinistro. E’ la nostra hostess. Come se io fossi un bambino piccolo che ha fatto una birichinata, mi fa un piccolo gesto di rimprovero, mi prende la mano e, dopo aver chiuso delicatamente la tenda, mi accompagna fino al mio posto.
Prima di sedermi le chiedo se può portarmi un whisky. Senza dire una parola, prende una bottiglia dal carrello metallico, serve una generosa quantità di whisky scozzese e mi dà il bicchiere con un enorme, delizioso e calmante sorriso.
Sdraiato nel mio sedile di soffice cuoio grigio, mi lascio ubriacare dal sapore del malto e fingo di pensare alla rivoluzione.

Traduzione di Laura Ferruta
 

narradora