Pantanos celestes / Paludi celesti

Subí al Metro y eché una cabezadita en el asiento. Cuando desperté, ya habíamos dejado atrás el hermoso y multicolor flujo meteórico de los anillos de Saturno. (Ángel Olgoso, Cuentos de otro mundo, 1999)
Salii sulla metropolitana e schiacciai un pisolino sul sedile. Quando mi svegliai, ci eravamo già lasciati dietro il bellissimo e multicolore flusso meteorico degli anelli di Saturno.

Tradotto da Laura Ferruta
 

El tiovivo / La giostra

El niño que no tenía perras gordas merodeaba por la feria con las manos en los bolsillos, buscando por el suelo. El niño que no tenía perras gordas no quería mirar al tiro en blanco, ni a la noria, ni, sobre todo, al tiovivo de los caballos amarillos, encarnados y verdes, ensartados en barras de oro. El niño que no tenía perras gordas, cuando miraba con el rabillo del ojo, decía: “Eso es una tontería que no lleva a ninguna parte. Solo da vueltas y vueltas y no lleva a ninguna parte”. Un día de lluvia, el niño encontró en el suelo una chapa redonda de hojalata; la mejor chapa de la mejor botella de cerveza que viera nunca. La chapa brillaba tanto que el niño la cogió y se fue corriendo al tiovivo, para comprar todas las vueltas. Y aunque llovía y el tiovivo estaba tapado con la lona, en silencio subió en un caballo de oro que tenía grandes alas. Y el tiovivo empezó a dar vueltas, vueltas, y la música se puso a dar gritos entre la gente, como él no vio nunca. Pero aquel tiovivo era tan grande, tan grande, que nunca terminaba su vuelta, y los rostros de la feria, y los tolditos, y la lluvia, se alejaron de él. “Qué hermoso es no ir a ninguna parte”, pensó el niño, que nunca estuvo tan alegre. Cuando el sol secó la tierra mojada, y el hombre levantó la lona, todo el mundo huyó, gritando. Y ningún niño quiso volver a montar en aquel tiovivo. (Ana María Matute, Los niños tontos, 1956)
Il bambino che non aveva soldi gironzolava per il mercato con le mani in tasca, cercando al suolo. Il bambino che non aveva soldi non voleva guardare il tiro a segno, né la ruota panoramica, né soprattutto la giostra dai cavalli gialli, rossi e verdi, infilati su sbarre di oro. Il bambino che non aveva soldi quando guardava con la coda dell’occhio diceva: “E’ una sciocchezza che non porta da nessuna parte. Solo gira, gira e non porta da nessuna parte”. Un giorno di pioggia il bambino trovò per terra un tappo rotondo di latta; il miglior tappo della miglior bottiglia di birra che avesse mai visto. Il tappo brillava tanto che il bambino lo raccolse e corse alla giostra per comprare tutti i giri. E anche se pioveva e la giostra era coperta con il telone, in silenzio salì su un cavallo d’oro che aveva grandi ali. E la giostra cominciò a girare, a girare, e la musica cominciò a urlare tra la gente, come lui non aveva visto mai. Ma quella giostra era così grande, così grande, che mai terminava il suo giro, e i visi del mercato, e i tendoni, e la pioggia, si allontanarono da lui. “Come è bello non andare da nessuna parte”, pensò il bambino, che mai era stato così allegro. Quando il sole asciugò la terra inzuppata, e l’uomo alzò il tendone, tutti fuggirono gridando. E nessun bambino volle salire di nuovo su quella giostra.

Tradotto da Laura Ferruta
 

El niño que no sabía jugar / Il bambino che non sapeva giocare

Había un niño que no sabía jugar. La madre le miraba desde la ventana ir y venir por los caminillos de tierra con las manos quietas, como caídas a los dos lados del cuerpo. Al niño, los juguetes de colores chillones, la pelota, tan redonda, y los camiones, con sus ruedecillas, no le gustaban. Los miraba, los tocaba, y luego se iba al jardín, a la tierra sin techo, con sus manitas, pálidas y no muy limpias, pendientes junto al cuerpo como dos extrañas campanillas mudas. La madre miraba inquieta al niño, que iba y venía con una sombra entre los ojos. “Si al niño le gustara jugar yo no tendría frío mirándole ir y venir”. Pero el padre decía, con alegría: “No sabe jugar, no es un niño corriente. Es un niño que piensa”.
Un día la madre se abrigó y siguió al niño, bajo la lluvia, escondiéndose entre los árboles. Cuando el niño llegó al borde del estanque, se agachó, buscó grillitos, gusanos, crías de rana y lombrices. Iba metiéndolos en una caja. Luego, se sentó en el suelo, y uno a uno los sacaba. Con sus uñitas sucias, casi negras, hacía un leve ruidito, ¡crac!, y les segaba la cabeza. (Ana María Matute, Los niños tontos, 1956)
C’era un bambino che non sapeva giocare. La madre lo guardava dalla finestra andare e venire lungo i sentieri sterrati con le mani immobili, come cadute ai due lati del corpo. Al bambino i giocattoli dai colori sgargianti, la palla, così rotonda, e i camion con le loro rotelline non piacevano. Li guardava, li toccava, e poi se ne andava in giardino, alla terra senza casa, con le sue manine, pallide e non molto pulite, che pendevano vicino al corpo come due strane mute campanelle. La madre guardava inquieta il bambino che andava e veniva con un’ombra tra gli occhi. “Se al bambino piacesse giocare io non sentirei freddo guardandolo andare e venire”. Ma il padre diceva, con allegria: “Non sa giocare, non è un bambino comune. E’ un bambino che pensa”.
Un giorno la madre si coprì e seguì il bambino sotto la pioggia, nascondendosi tra gli alberi. Quando il bambino arrivò al bordo dello stagno, si chinò, cercò piccoli grilli, vermi, girini e lombrichi. Li metteva in una scatola. Poi, si sedette a terra e li tirò fuori ad uno ad uno. Con le sue unghiette sporche, quasi nere, faceva un piccolo leggero rumore, crac!, e tagliava loro la testa.

Tradotto da Laura Ferruta
 

Música / Musica

Las dos hijas del Gran Compositor -seis y siete años- estaban acostumbradas al silencio. En la casa no debía oírse ni un ruido, porque papá trabajaba. Andaban de puntillas, en zapatillas, y solo a ráfagas el silencio se rompía con las notas del piano de papá.
Y otra vez silencio.
Un día, la puerta del estudio quedó mal cerrada, y la más pequeña de las niñas se acercó sigilosamente a la rendija; pudo ver cómo papá, a ratos, se inclinaba sobre un papel y anotaba algo.
La niña más pequeña corrió entonces en busca de su hermana mayor. Y gritó, gritó por primera vez en tanto silencio:
“¡La música de papá, no te la creas…! ¡Se la inventa!” (Ana María Matute, Los niños tontos, 1956)
Le due figlie del Grande Compositore -sei e sette anni- erano abituate al silenzio. In casa non si doveva sentire neppure un rumore perché papà lavorava. Camminavano in punta di piedi, in pantofole, e solamente a folate si rompeva il silenzio con le note del piano di papà.
E di nuovo silenzio.
Un giorno la porta dello studio non si chiuse bene, e la bambina più piccola si avvicinò furtivamente all’apertura; poté vedere come papà, a intervalli, si chinava su un foglio e annotava qualcosa.
La bambina più piccola corse allora a cercare la sorella più grande . E gridò, gridò per la prima volta in tanto silenzio:
“La musica di papà, … incredibile! Se la inventa!”

Tradotto da Laura Ferruta
 

El niño al que se le murió el amigo / Il bambino al quale morì l’amico

Una mañana se levantó y fue a buscar al amigo, al otro lado de la valla. Pero el amigo no estaba, y, cuando volvió, le dijo la madre: “El amigo se murió. Niño, no pienses más en él y busca otros para jugar.” El niño se sentó en el quicio de la puerta, con la cara entre las manos y los codos en las rodillas. «Él volverá», pensó. Porque no podía ser que allí estuviesen las canicas, el camión y la pistola de hojalata, y el reloj aquel que ya no andaba, y el amigo no viniese a buscarlos. Vino la noche, con una estrella muy grande, y el niño no quería entrar a cenar. “Entra, niño, que llega el frío”, dijo la madre. Pero, en lugar de entrar, el niño se levantó del quicio y se fue en busca del amigo, con las canicas, el camión, la pistola de hojalata y el reloj que no andaba. Al llegar a la cerca, la voz del amigo no le llamó, ni le oyó en el árbol, ni en el pozo. Pasó buscándole toda la noche. Y fue una larga noche casi blanca, que le llenó de polvo el traje y los zapatos. Cuando llegó el sol, el niño, que tenía sueño y sed, estiró los brazos y pensó: “Qué tontos y pequeños son esos juguetes. Y ese reloj que no anda, no sirve para nada”. Lo tiró todo al pozo, y volvió a la casa, con mucha hambre. La madre le abrió la puerta, y dijo: “Cuánto ha crecido este niño, Dios mío, cuánto ha crecido”. Y le compró un traje de hombre, porque el que llevaba le venía muy corto. (Ana María Matute, Los niños tontos, 1956)
Una mattina si alzò e andò a cercare l’amico dall’altro lato dello palizzata. Ma l’amico non c’era, e quando tornò la madre gli disse. “Il tuo amico è morto. Bambino, non pensare più a lui e cercane degli altri per giocare.” Il bambino si sedette sulla soglia dell’uscio con il viso tra le mani e i gomiti sulle ginocchia. “Tornerà”, pensò. Perché non poteva essere che lì ci fossero le biglie, il camion e la pistola di latta, e l’orologio quello che non andava più, e che l’amico non venisse a cercarli. Venne la notte con una stella molto grande, e il bambino non voleva entrare a cenare. “Entra, bambino, che arriva il freddo”, disse la madre. Ma invece di entrare il bambino si alzò e andò in cerca dell’amico, con le biglie, il camion, la pistola di latta e l’orologio che non andava. Arrivato alla palizzata, la voce dell’amico non lo chiamò, né lo udì sull’albero, né nel pozzo. Passò tutta la notte cercandolo. E fu una lunga notte quasi bianca che gli riempì di polvere il vestito e le scarpe. Quando il sole arrivò, il bambino, che aveva sonno e sete, stirò le braccia e pensò: “Come sono sciocchi e piccoli questi giocattoli. E questo orologio che non va, non serve a niente.” Lo buttò nel pozzo e tornò a casa, con molta fame. La madre gli aprì la porta, e disse: “Dio mio, quanto è cresciuto questo bambino, quanto è cresciuto.” E gli comprò un vestito da uomo perché quello che portava gli stava molto corto.

Tradotto da Laura Ferruta
 

Demasiada literatura / Troppa letteratura

Cuarto día de vacaciones en Galicia y las cosas han empezado a tomar un extraño cariz. Algunos dirán que es una simple coincidencia, pero no deja de ser sorprendente que en los tres hoteles en los que hemos dormido (Ribadeo, Lugo y Muxía) nos hayan dado la habitación 201. Como queriendo quitarle importancia, Marta dice que parece una situación sacada de una novela de Paul Auster. O de Vila-Matas, apunto yo. Demasiado azar. Decidimos pasar la cuarta noche en Santiago. Tras varias llamadas infructuosas, conseguimos una habitación en un hotel del centro. Dedicamos el día a recorrer la Costa da Morte y llegamos a nuestro destino a las diez de la noche. Sé que parecerá imposible, pero nos dan la 201. Si en las ocasiones anteriores la coincidencia nos hizo reír, ahora la casualidad resulta excesiva. E inquietante. Inventamos una tonta excusa y pedimos otra habitación. Pero -no podía ser de otra forma- ésa es la única que les queda libre. Nos miramos en silencio. Ambos sabemos que no hay otra opción: es tarde, estamos muy cansados y en estas fechas no va a ser tan fácil encontrar otro hotel. Y dormir en el coche está descartado. Aceptamos la 201. Subimos en silencio. Meto la llave en la cerradura y abro la puerta con un escalofrío. Marta aprieta mi mano. Con un rápido movimiento enciendo la luz y miro a ambos lados, esperando que suceda lo inevitable. Pero no ocurre nada. Todo es absolutamente normal. Maldita realidad. (David Roas, Distorsiones, 2010)
Quarto giorno di vacanze in Galizia e le cose hanno cominciato ad assumere un aspetto strano. Alcuni diranno che è una semplice coincidenza, ma non smette di essere sorprendente il fatto che nei tre hotel dove abbiamo dormito (Ribadeo, Lugo e Muxía) ci abbiano dato la stanza 201. Come a volerle dare scarsa importanza, Marta dice che sembra una situazione presa da un romanzo di Paul Aster. O di Vila-Matas, suggerisco io. Troppo spazio al caso. Abbiamo deciso di passare la quarta notte a Santiago. Dopo varie chiamate infruttuose, abbiamo trovato una camera in un hotel del centro. Abbiamo dedicato la giornata a percorrere la Costa da Morte e siamo arrivati alla nostra destinazione alle dieci di sera. So che sembrerà impossibile ma ci hanno dato la 201. Se nelle precedenti occasioni la coincidenza ci ha fatto ridere, ora la casualità risulta eccessiva. E inquietante. Abbiamo inventato una scusa sciocca e abbiamo chiesto un’altra stanza. Ma – non poteva essere altrimenti- questa è l’unica rimasta libera. Ci guardiamo in silenzio. Entrambi sappiamo che non c’è altra scelta: è tardi, siamo molto stanchi e in queste date non è così facile trovare un altro hotel. E dormire in macchina è del tutto escluso. Accettiamo la 201. Saliamo in silenzio. Metto la chiave nella serratura ed apro la porta con un brivido. Marta mi stringe la mano. Con un movimento rapido accendo la luce e guardo entrambi i lati aspettando che succeda l’inevitabile. Ma non succede nulla. Tutto è assolutamente normale. Maledetta realtà.

Traduzione di Laura Ferruta
 

Das Kapital

OVERBOOKING. Los labios de la señorita que me atiende tras el mostrador de Swiss Air acaban de pronunciar la temida palabra. Para una vez que llego al aeropuerto con bastante antelación, resulta que el avión ya está lleno. La empleada, muy amable, se disculpa (Désolée, monsieur), me entrega una tarjeta de embarque sin asiento asignado y me pide que me dirija a la puerta A-8, donde sus compañeros tratarán de arreglar el problema. Sé que debo confiar en la eficacia helvética, pero, dado mi natural pesimismo, algo en mi interior me advierte de que el día ya no puede depararme nada bueno.
Aparto de mi mente tales pensamientos y me dirijo, siguiendo las instrucciones de la amable empleada, a la puerta A-8. Paso sin dificultades los diversos controles, me acerco al mostrador de la compañía, y tras explicar mi problema a las dos personas que me atienden, éstas me piden que me siente y espere. Al parecer, no soy el único con dicho problema. Una pareja me observa y sonríe como diciéndome Sí, a nosotros nos ha pasado lo mismo. Abro el macuto, saco un libro y me sumerjo en su lectura para entretener la espera.
Al cabo de un rato que se me hace eterno, uno de los empleados de Swiss Air que antes me han atendido se me acerca y me entrega una tarjeta de embarque. Pero al revisar el billete, recibo la segunda sorpresa del día, pues me han asignado un asiento de primera clase. Como tiene que tratarse sin duda de un error, voy raudo a comunicárselo a los empleados de Swiss Air, quienes, sin abandonar su amabilidad, aunque con cierto retintín de condescendencia, me dicen que no me preocupe, que no es ninguna confusión, sino que es algo usual recolocar a un pasajero de segunda clase (dicho así suena fatal) en primera.
Al entrar en el avión no puedo reprimir un escalofrío. Un mundo nuevo (sí, lo confieso, es mi primera vez) se abre ante mí. Nervioso como un niño en la noche de reyes, me dirijo a la plaza que me han asignado: allí me espera un enorme asiento de cuero gris donde me arrellano con un leve gruñido de placer. Compruebo, casi con lágrimas en los ojos, que puedo estirar las piernas con toda comodidad.
Antes del despegue, una azafata reparte con una amplia sonrisa periódicos, chocolatinas y agua (su acostumbrado uniforme azul me parece más sobrio y elegante que nunca). Entonces, un decepcionante pensamiento aflora enseguida en mi mente: ahora seguro que me dice que a mí no me dan nada de eso porque no he pagado el billete correspondiente. Me equivoco (otra vez), y recibo, agradecido, los mismos presentes que el resto de mis compañeros. Tras comerme la chocolatina, abro el recipiente del agua. Resulta deliciosa. Agua de primera, me digo, haciendo un chiste fácil.
El avión despega cómoda, limpiamente. En pocos minutos, se estabiliza y la amable azafata de antes empieza a servir la cena. Más sorpresas: la trucha está exquisita, el vino es un Mosela estupendo (250 cc.), el postre de chocolate es sublime (la azafata, al verme disfrutar, me trae otro plato, guiñándome un ojo), incluso el café resulta excelente… Y todo acompañado con inesperados cubiertos de metal (busco, disimuladamente, caras semíticas a mi alrededor, pues les están entregando el avión en bandeja; pero mis miedos son infundados).
Me levanto y voy al baño. Antes de regresar a mi plaza, siento la irreprimible tentación de mirar al otro lado de la cortina que la azafata, como es habitual, ha corrido tras el despegue para aislar la zona de primera clase (un acto que en mis anteriores vuelos siempre he sentido, desde mi asiento de segunda, como un insulto). Pero mi curiosidad no está motivada porque ahora me considere –circunstancialmente- superior a los viajeros de esa parte del avión, sino por una cuestión de perspectiva. En otras palabras, para experimentar qué se ve desde el otro lado de esa frontera de tela, ligera pero infranqueable.
Aparto un poco la cortina y me asomo. El panorama que aparece ante mis ojos es sobrecogedor: los viajeros se agitan salvajemente agarrados a los apoyabrazos de los asientos, algunos rezan, otros gritan, los miembros de la tripulación, sentados al final del avión, no pueden reprimir su pánico… Las fuertes sacudidas abren algunos de los compartimientos y caen maletas, objetos, prendas de ropa, sobre los aterrorizados viajeros.
Pero yo no noto nada. Miro detrás de mí y compruebo que en la zona de primera clase todo está tan tranquilo como al principio: mis compañeros han acabado de cenar y unos se han puesto a leer, otros charlan pausadamente, algunos incluso dormitan, mientras la azafata sirve café acompañada de su plácida sonrisa.
Vuelvo a asomarme al otro lado de la cortina y contemplo la misma escena espeluznante. Los viajeros siguen gritando, muchos lloran histéricos, una mujer abraza desesperadamente a su bebé. Las turbulencias son tan violentas que temo que el avión no pueda superarlas.
Asustado, estoy a punto de decirle algo al tipo que tengo sentado más cerca cuando noto una leve presión en el brazo izquierdo. Es nuestra azafata. Como si yo fuera un niño pequeño que ha hecho una travesura, me hace un simpático mohín de reproche, coge mi mano y, tras cerrar delicadamente la cortina, me acompaña hasta mi asiento.
Antes de sentarme le pregunto si puede traerme un whisky. Sin decir una palabra, toma una botella del carrito metálico, sirve una generosa cantidad de escocés y me entrega el vaso con una enorme, deliciosa y sedante sonrisa.
Arrellanado en mi asiento de suave cuero gris, me dejo embriagar por el sabor de la malta y finjo que pienso en la revolución.
(David Roas, Distorsiones, 2010)
OVERBOOKING. Le labbra della signorina che dietro il banco di Swiss Air si occupa di me hanno appena pronunciato la temuta parola. Per una volta che arrivo all’aeroporto con sufficiente anticipo, succede che l’aereo è già pieno. L’impiegata, molto gentile, si scusa (Désolée, Monsieur), mi consegna una carta d’imbarco senza posto assegnato e mi chiede di andare alla gate A-8 dove i suoi colleghi cercheranno di risolvere il problema. So che devo aver fiducia nella efficienza elvetica ma, dato il mio naturale pessimismo, qualcosa dentro di me mi avverte che la giornata non può più offrirmi niente di buono.
Allontano dalla mia mente questi pensieri e mi dirigo, seguendo le istruzioni della gentile impiegata, alla gate A-8. Passo senza difficoltà i diversi controlli, mi avvicino al banco della compagnia, e dopo aver spiegato il mio problema alle due persone che si occupano di me, queste mi chiedono di sedere ed aspettare. Apparentemente non sono l’unico con questo problema. Una coppia mi guarda e sorride come a dirmi Si, a noi è successa la stessa cosa. Apro lo zainetto, tiro fuori un libro e mi immergo nella lettura per occupare l’attesa.
Dopo un periodo di tempo che mi pare eterno, uno degli impiegati di Swiss Air che prima si era occupato di me si avvicina e mi consegna una carta di imbarco. Ma controllando il biglietto ho la seconda sorpresa della giornata: mi hanno assegnato un posto di prima classe. Poiché si deve sicuramente trattare di un errore, vado velocemente a comunicarlo agli impiegati di Swiss Air i quali, senza abbandonare la loro gentilezza, anche se con un certo tono di condiscendenza, mi dicono di non preoccuparmi, che non c’è confusione alcuna, ma che è normale ricollocare un passeggero di seconda classe (detto così sembra una cosa tragica) in prima classe.
Quando entro nell’aereo non posso reprimere un brivido. Un mondo nuovo (sì, lo confesso, è la mia prima volta) si apre di fronte a me. Nervoso come un bambino la notte dell’Epifania, mi dirigo al posto che mi hanno assegnato: lì mi attende un enorme sedile di cuoio grigio dove mi sdraio con un leggero grugnito di piacere. Verifico, quasi con le lacrime agli occhi, che posso allungare le gambe con tutta comodità.
Prima del decollo, una hostess distribuisce con un ampio sorriso periodici, cioccolatini e acqua (la sua solita uniforme azzurra mi pare più sobria ed elegante che mai). Un pensiero frustrante affiora subito alla mia mente: ora sicuramente mi dice che a me non danno niente di tutto ciò perché non ho pagato il biglietto corrispondente. Mi sbaglio (un’altra volta) e ricevo riconoscente gli stessi regali che ricevono tutti gli altri miei compagni. Dopo aver mangiato i cioccolatini, apro il contenitore dell’acqua. E’ deliziosa. Acqua di prima, mi dico, facendo una facile battuta.
L’aereo decolla con facilità e precisione. Nel giro di pochi minuti si stabilizza e la gentile hostess di prima comincia a servire la cena. Altra sorpresa. La trota è squisita, il vino è un Mosella stupendo (250 cm³), il dolce di cioccolato è sublime (la hostess, vedendo che l’apprezzo, me ne porta un altro piatto strizzandomi l’occhio), persino il caffè è eccellente… E tutto accompagnato da inaspettate posate di metallo (cerco, di nascosto, volti semitici intorno a me, poiché gli stanno consegnando l’aereo su un piatto d’argento; ma le mie paure sono infondate).
Mi alzo e vado in bagno. Prima di tornare al mio posto, sento l’irreprimibile tentazione di guardare dall’altro lato della tenda che la hostess, come d’abitudine, ha tirato dopo il decollo per isolare la zona di prima classe (un’azione che nei miei voli precedenti ho sempre sentito, dal mio posto di seconda, come un insulto). Ma la mia curiosità non è motivata dal fatto che ora mi consideri – date le circostanze – superiore ai passeggeri di quella parte dell’aereo, ma piuttosto per una questione di prospettiva. In altre parole, allo scopo di sperimentare ciò che si vede dall’altro lato di questa frontiera di stoffa, leggera ma invalicabile.
Scosto un poco la tenda e mi affaccio. Il panorama che appare davanti ai miei occhi è spaventoso: i viaggiatori si agitano selvaggiamente afferrandosi ai braccioli dei sedili, alcuni pregano, altri gridano, i membri dell’equipaggio, seduti al fondo dell’aereo, non possono esprimere il loro panico… Le forti scosse aprono alcuni degli scomparti e cadono valigie, oggetti, indumenti, sopra i viaggiatori terrorizzati.
Ma io non noto nulla. Guardo dietro di me e verifico che nella zona della prima classe tutto è tranquillo come prima: i miei compagni hanno finito di cenare e alcuni si sono messi a leggere, altri chiacchierano tranquillamente, alcuni perfino dormicchiano, mentre la hostess serve il caffè accompagnata dal suo placido sorriso.
Mi riaffaccio all’altro lato della tenda e contemplo la stessa scena raccapricciante. I viaggiatori continuano a gridare, molti piangono isterici, una donna abbraccia disperata il suo bambino. Le turbolenze sono così violente che temo che l’aereo non riesca a superarle.
Spaventato, sono sul punto di dire qualcosa al tipo che mi è seduto più vicino quando noto un leggera pressione sul braccio sinistro. E’ la nostra hostess. Come se io fossi un bambino piccolo che ha fatto una birichinata, mi fa un piccolo gesto di rimprovero, mi prende la mano e, dopo aver chiuso delicatamente la tenda, mi accompagna fino al mio posto.
Prima di sedermi le chiedo se può portarmi un whisky. Senza dire una parola, prende una bottiglia dal carrello metallico, serve una generosa quantità di whisky scozzese e mi dà il bicchiere con un enorme, delizioso e calmante sorriso.
Sdraiato nel mio sedile di soffice cuoio grigio, mi lascio ubriacare dal sapore del malto e fingo di pensare alla rivoluzione.

Traduzione di Laura Ferruta
 

El soldado mutilado / Il soldato mutilato

Un soldado argentino que regresaba de las Islas Malvinas al término de la guerra llamó a su madre por teléfono desde el Regimiento I de Palermo en Buenos Aires y le pidió autorización para llevar a casa a un compañero mutilado cuya familia vivía en otro lugar. Se trataba —según dijo— de un recluta de 19 años que había perdido una pierna y un brazo en la guerra, y que además estaba ciego.
La madre, aunque feliz del retorno de su hijo con vida, contestó horrorizada que no sería capaz de soportar la visión del mutilado, y se negó a aceptarlo en su casa.
Entonces el hijo cortó la comunicación y se pegó un tiro. (Gabriel García Marquez, Los funerales de la Mamá Grande, 1962)
Un soldato argentino che tornava dalle Isole Malvine alla fine della guerra chiamò sua madre per telefono dal Reggimento I di Palermo a Buenos Aires e le chiese il permesso di portare a casa un compagno mutilato la cui famiglia viveva in un altro luogo. Si trattava – così disse – di una recluta di 19 anni che aveva perso una gamba e un braccio nella guerra, e che per di più era cieco.
La madre, per quanto felice del ritorno di suo figlio vivo, rispose inorridita che non sarebbe stata in grado di sopportare la vista del mutilato e rifiutò di ospitarlo nella sua casa.
Allora il figlio interruppe la comunicazione e si sparò.

Tradotto da Laura Ferruta
 

El drama del desencantado / Il dramma del deluso

…el drama del desencantado que se arrojó a la calle desde el décimo piso, y a medida que caía iba viendo a través de las ventanas la intimidad de sus vecinos, las pequeñas tragedias domésticas, los amores furtivos, los breves instantes de felicidad, cuyas noticias no habían llegado nunca hasta la escalera común, de modo que en el instante de reventarse contra el pavimento de la calle había cambiado por completo su concepción del mundo, y había llegado a la conclusión de que aquella vida que abandonaba para siempre por la puerta falsa valía la pena de ser vivida. (Gabriel Garciá Marquez, Los funerales de la Mamá Grande, 1962)
… il dramma del deluso che si gettò dal decimo piano giù in strada, e man mano che cadeva vedeva attraverso le finestre l’intimità dei suoi vicini, le piccole tragedie domestiche, gli amori furtivi, i brevi istanti di felicità di cui non era mai giunta notizia alla scala comune, così che al momento di sfracellarsi sul selciato della strada aveva completamente mutato la sua concezione del mondo ed era arrivato alla conclusione che quella vita che abbandonava per sempre attraverso la porta falsa valeva la pena di essere vissuta.

Tradotto da Laura Ferruta
 

La muerte en Samarra / La morte a Samarra

El criado llega aterrorizado a casa de su amo.
-Señor -dice -he visto a la Muerte en el mercado y me ha hecho una señal de amenaza.
El amo le da un caballo y dinero, y le dice:
-Huye a Samarra.
El criado huye. Esa tarde, temprano, el señor se encuentra la Muerte en el mercado.
-Esta mañana le hiciste a mi criado una señal de amenaza -dice.
-No era de amenaza -responde la Muerte- sino de sorpresa. Porque lo veía ahí, tan lejos de Samarra, y esta misma tarde tengo que recogerlo allá. (Gabriel García Marquez, Los funerales de la Mamá Grande, 1962)
Il servo arriva terrorizzato alla casa del suo padrone.
-Signore -dice – al mercato ho visto la Morte che mi ha fatto un gesto minaccioso .
Il padrone gli dà un cavallo e del denaro e gli dice :
-Fuggi a Samarra.
Il servo fugge. Quel pomeriggio, presto, il signore incontra la Morte al mercato.
-Stamattina hai fatto al mio servo un gesto di minaccia -dice.
-Non era di minaccia -risponde la Morte -ma di sorpresa. Perché l’ho visto qui, tanto lontano da Samarra, dove stasera stessa devo prenderlo.

Tradotto da Laura Ferruta